El tiempo se hace agua, lo veo caer sobre mis manos, siento que se desvanece, se esparce y desaparece. El reloj avanza, mientras cada uno da sus pasos, a la par del viento, a no ser de incierto. Y los sentimientos avanzan, quizás no con el tiempo, quizás no como el agua. Quizá avanzan y retroceden, se hacen nudos para luego desatarse, se hacen piedra para luego ablandarse... y el tiempo no sabe acompañarlos. El tiempo no quiere saber de estructuras, de planes: el tiempo sólo fluye, queriéndose escapar de aquella rutina insaciable. Los sentimientos tampoco quieren horarios, tampoco quieren tiempo: quieren fluir a lo largo del momento circundante y no desvanecerse jamás. Qué cosa abstracta es el tiempo, cuando miramos hacia atrás y pasó tan poco, y a la vez tanto. O mejor dicho pasó poco y a la vez significó tanto y tan diferente para cada persona. Como seres que moldean el tiempo: como humanos que sienten e intentan seguir una rutina seca y amarga. El tiempo no es lo que sentimos: es aquella base inerte que viene a desesperarnos y a hacernos actuar porque sí, intentando apurar aquellos sentimientos que no sabemos ordenar a medida que pasa el tiempo.

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