El saciable hecho de una infeliz inmortalidad.

Recorría calles vacías. Ya no sabía en dónde se encontraba, era tal el desconcierto que ni una intuición podía guiarla. Ella, siempre tan insegura, entrelazaba sus dedos en las raíces de su cabello, a modo de desesperación. No encontraba nada que la dirigiera, ni nadie que le sugiriera hacia dónde orientarse.
Era el viento, que la mantenía loca, y no loca nerviosa, sino loca desesperada, intentando refugiarse en un mundo vacío. Si, vacío porque ella ya no creía en nada, ni en nadie... se sentía vacía. En semejante situación desesperó. Intentó correr pero ahora eran sus piernas quienes la detenían. No podía creerlo, que su propio cuerpo la limitara, tal como si sus sentimientos no concordaran con las órdenes enviadas por su cerebro.
Ya desconcertada, miró al cielo: el ocaso caía sobre la tarde helada. Sin poder soportarlo, suspiró. Ya no encontraba salida, su cabello comenzaba a deteriorarse, el viento la despeinaba, ella se largó a llorar.
Era su llanto, que desarmaba. Tanta congoja llevaba dentro, no podía controlarse. Como siempre, embroncada, se arrancó mechones de pelo. Ya nada le importaba. Era tal la ira, la desilusión, que nada podía frenarla. Lloraba, miraba al cielo, volvía a llorar.
A lo lejos de la carretera, ya de noche, se prendió una luz. Ella sentía que el viento disminuía. Ató su cabello rizado y comenzó a caminar. Ahora sí podía hacerlo, se sentía extraña. Y no extraña porque ya podía caminar, sino extraña de corazón, algo sentía y no sabía qué.
La luz la esperaba. Estaba ahí, como buscando que ella la alcance. Ella no creía que iba a poder lograrlo. Y claro, si toda su vida había sido pausada, inconstante, infeliz. Caminaba, caminaba y poco a poco se sentía más aliviada. Ya había señales de que no estaba sola. De que al menos, una luz la acompañaba. Y para ella, esa luz era algo bueno, algo que brillaba tanto lejos como cerca.
Iluminada y con su cabello ya recogido, no pudo evitar encandilarse. Detrás de tanta oscuridad era imprescindible no ilusionarse. Al llegar, hubo un mínimo gesto que la impactó. Esa luz ya no era lo que parecía, era más: era profunda, amarronada, con un círculo tan negro que le llamó la atención. Al mirarla ella se sorprendió, no podía creer lo que había encontrado. Poco a poco comenzó a sentir que su alma regresaba a su cuerpo que andaba ido, perdido en una calle sin final. Miraba tanta profundidad que se sentía obligada a acelerar. La luz se enfrentó a ella, y en un cuarto de segundo, parpadeó. Fue ahí cuando comprendió que, la infinidad existía en dos ojos, los cuales por el resto de su vida, la incitaron a seguir adelante.

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